jueves, 4 de enero de 2018

De cómo los pioneros llegaron a estas tierras

En una tarde de calor infernal llegaron los 4 adelantados comandados por Diego de Mendoza para plantar su bandera y declarar la primera fundación del asentamiento precario, munidos de unas escasas provisiones para subsistir al menos los primeros días.
Se encendió el fuego sagrado que permanecería encendido como muestra de que el corazón del hogar late.
Como la temperatura estival apretaba fuerte sus dientes sobre los hombros de los conquistadores, lo primero que hicieron fueron ir en busca de agua. A poca distancia encontraron un espejo cristalino de aguas potables con lo cual se sintieron bendecidos y agradecidos al ser supremo.
Pero más tarde necesitaron recuperar sus fuerzas con alimento así que debieron procurarse el sustento. Afortunadamente la fauna era abundante y devoraron con ganas la carne sus presas hasta lograr la extrema saciedad.
Así estuvieron satisfechos por unos cuantos días, el fuego ardía, la carne sobre las brasas emanaba su tentador aroma, no se podía pedir mucho más así que cuando estuvieron seguros de que el ambiente era perfectamente propicio para la subsistencia, avisaron a la madre patria que podían recibir a los primeros colonos.
Y en breve tiempo comenzaron a llegar las familias, con su equipaje, sus provisiones para instalarse en el nuevo hogar.
Llegaron hombres fuertes dispuestos a trabajar. Mujeres con sus niños. Trajeron también sus animales y comenzaron una historia nueva donde la vida era un libro en blanco con todo por escribir.
La convivencia con los nativos fue pacífica. Compartieron algunos bienes e intercambiaron costumbres. El jefe nativo balbuceaba en su dialecto el nombre “cojuasin”… “cojuasin”, al mismo tiempo que hacía un gesto con sus manos, chocando sus indices en paralelo, que el adelantado comandante adoptó, para bautizar el asentamiento; transformando el vocablo, por diferencias fonéticas en “Cohousing” que significa algo así como: juntos bajo un mismo techo para probar si nos llevamos bien.
Con el correr de los días el poblado se puso numeroso con lo cual fue necesario legislar en los asuntos de convivencia, separar territorio, dividir propiedad privada, educar a los niños, establecer una economía común.
La vida transcurría en armonía, las tareas eran repartidas con equidad, con roles bien definidos. Quien se ocuparía de la caza, de las provisiones, de la cocina, de la del agua, de los espacios verdes, de llevar las cuentas con transparencia. Todo sucedía en paz y armonía aunque no faltó como en toda sociedad que se precie, motivos de riñas, sobre todo entre los hombres, que se batían a duelo con armas nobles, la mayoría infladas con aire a alta presión, hubo heridos en estos combates, por lo que se dieron cuenta de que se necesitaba con urgencia importar un médico curandero que no demoraría en arribar. También se dieron duelos más intelectuales cuyas armas eran espadas y bastos y el premio a la victoria eran copas y oros.
Por supuesto que pronto surgieron las necesidades espirituales en el grupo y a falta de un sacerdote cristiano, surgió de entre los pobladores y producto de la mezcla cultural del colono y el nativo, una bruja sacerdotiza quien consultaba sus oráculos a quien lo solicitara en busca de respuestas por un destino incierto o un porvenir auspicioso.
Tampoco tardaron en llegar las fiestas bacanales que reunieron al pueblo en torno al fuego sagrado en un gran banquete, regado de los más exquisitos elixires, todos ellos etílicos. Y de esa celebración surgieron los exóticos bailes y cantares que más tarde se convertirían no solo en los himnos del lugar sino en los ritos más tradicionales. Fiestas de guardar.

Continuará.

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