Era un niño sin rostro. Cabeza redonda pero sin facciones. Ni ojos para mirar, ni boca para hablar ni nariz ni cejas ni pestañas. Una cara blanca como la hoja de papel donde estaba dibujada. En un block rayado de tamaño más bien pequeño. Como el niño pequeño sin rostro.
Sus extremidades eran más bien cortas. Piernas cortas, sus pies flacos como palitos que lo apoyaban en el aire de un paisaje sin cielo, sin suelo, sin horizonte. Brazos cortos que terminaban en manos como soles con muchos dedos. Brazos abiertos ofreciendo abrazos.
Su cabeza a penas tenía un rulo de cabello que coronaba la cúspide y dos orejas grandes como las asas de un gran tazón de esos que nos dan llenos de sopa las abuelas.
Y como vestimenta llevaba una blanca y pulcra camisa y un pantaloncito corto como él mismo.
Era un niño sin rostro que esperaba quieto en una hoja blanca de un pequeño block. Un niño que no era feliz pero tampoco era triste. Que no tenía miedo ni nada lo sorprendía.
Hasta que la niña despertó. Saltó de su siesta y corrió hasta la mesa. Y concluyó lo que momentos antes había dejado a la mitad. Tomó un grueso lápiz de cera color rojo y con precisión dibujó en el centro del niño sin rostro un corazón, uno pequeño, como el niño que lo portaba en su pecho.
Y en ese instante el niño tuvo una boca para sonreír, y ojos para llorar o para abrir grandes de asombro, y una nariz para sentir asco, y párpados para cerrar cuando tuviera miedo…
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