Mariano es un hombre joven, de treinta
y tantos. Aunque es fuerte camina encorvado, mirando fijamente el piso y con su
paso apurado parece querer ganarle al tiempo y a la distancia. Lleva en su mano
una bolsa de papel y dentro de ella, cosas. Un cuaderno y lápices de colores.
Un paquete de bizcochos para que la tarde no sea tan larga. Una revista de
tiras cómicas y un par de cosas más sin importancia.
Va apresurado porque no quiere perder
el colectivo que lo lleva hasta el hospital donde lo espera Laura, su esposa,
que está con Agustín.
Agustín es su hijo del medio, el de 8
años. Está internado hace un par de semanas. Los médicos le dicen que tiene
algo raro, pero que va a estar bien, pues es un niño fuerte como un oso y que
hay que tener mucha paciencia y sobre todo, nunca perder las esperanzas. Pero Agustín está triste porque extraña. Extraña
a sus hermanos, a su cuarto y a su cama. Extraña sus olores y colores. Extraña
el sol en el patio, las mañanas en la escuela, las tardes en casa.
A Agustín lo cuida su mamá por las
noches, cuando llega Mariano ella descansa, y luego por la tarde trabaja como
cajera en un supermercado chino. Mariano lo acompaña durante el día, él tiene
un tallercito donde arregla electrodomésticos y puede manejar sus propios
horarios con mayor libertad.
Mariano acelera el paso cuando ve venir
el 59 por la avenida. Con la punta de su mocasín patea una piedrita. La
piedrita pica contra el cordón y salta. Luego rueda por las baldosas de la
vereda hasta detenerse.
Es una mañana fresca en el barrio de
Saavedra, pero dicen que va a hacer calor. Ya está entrada la primavera y
llegando el mediodía se empiezan a sentir fuerte los rayos de sol.
Don Marcelino se ubicó en su banqueta a
la sombra de un toldo en los primeros lugares de la fila del banco. Como es ya
su costumbre todos los meses a la fecha de cobrar su jubilación, se va un rato
antes que abra el banco para asegurarse ser de los primeros en entrar. Claro que todos los abuelos hacen lo mismo, y conseguir
un buen puesto termina siendo una cuestión de suerte.
Don Marcelino es un hombre mayor. Probó
muchas cosas en su vida. Trabajó de mozo, portero en una escuela, y hasta tuvo
una calesita. Pero ahora pasa la mayoría de las horas en su casa, con su esposa
Emilia. Viven en un PH sobre una calle empedrada y tranquila. Pasan sus horas
entre mates y tostadas, limpiando sobre lo limpio, esperando que lleguen las
visitas que nunca vienen. Sus tres hijos, sus siete nietos.
A veces suena el teléfono y es su hija,
la abogada, que pregunta cómo están. Pero casi siempre todos están demasiado
ocupados para acordarse de los abuelos. Los hijos con sus profesiones y sus
viajes. Los nietos adolescentes con sus estudios y sus amigos, los más pequeños
con su agenda repleta de actividades.
Marcelino pasa sus horas aburrido
recordando los momentos de su juventud cuando él también ocupaba su tiempo
haciendo y deshaciendo, y regresaba a la noche cansado a la calidez de su
hogar.
Ahora, sentado en su banqueta en la
vereda del banco, con la mirada perdida, reflexiona, cuando una piedrita, que
alguien pateó y rebotó desde el cordón rueda hasta sus pies y se detiene unos
centímetros frente a él.
Aburrido y como el tiempo parece no
transcurrir, don Marcelino toca la piedrita con la punta de su bastón y la
arrastra hacia sí, hasta donde su brazo la puede alcanzar sin demasiado esfuerzo.
La toma entre sus dedos. Es una
piedrita redondeada, como un canto rodado, de color anaranjado rojizo. La frota
en su pantalón como para quitarle el polvo y devolverle su brillo. La observa
desde la palma de su mano, la pesa, la examina y la protege dentro de su puño.
En ese momento se abren las puertas del banco, así que don Marcelino se pone de
pie y guarda la piedrita en el bolsillo de su chaleco. Pliega su banqueta y con
su paso lento avanza en la fila hasta entrar al edificio.
……….
Son las 7 de la tarde, Don Marcelino y
doña Emilia están terminando su sopa, apenas conversan entre sí. El volumen del
televisor está bastante alto. Los años se llevaron junto con la juventud, el
sentido del oído.
Poco queda por hacer en casa de los
viejitos a esas horas así que se acuestan temprano. Claro que la gente mayor
duerme poco, dicen los que dicen y tienen razón. A Don Marcelino le cuesta
dormirse, una o dos horas o tal vez más. Doña Emilia en cambio se duerme más
rápido y ronca como un leñador.
Don Marcelino en la penumbra de la
noche piensa en lo que fue de su vida y lo que pudo haber sido. Que si fue mozo
pero le hubiese gustado ser bombero… que si fue portero pero le hubiese gustado
ser astronauta… que si fue calesitero pero le hubiese gustado ser galán de
telenovela… Su vida fue larga y las oportunidades no se dieron como hubiera
querido o tal vez las eligió mal, quien sabe. Pero el tiempo ya pasó y el es un
anciano cansado y aburrido de su vida de hombre normal.
Al cabo de un buen rato de cavilaciones
puede conciliar el sueño, pero… Chi chi pío… Chi chi pío… a las 4 de la
madrugada empieza el bendito pajarito con su insistente canto y don Marcelino
vuelve a despertar.
En ese momento, no sabe muy bien si
sueña o está despierto. No es de día todavía pero una tenue luz azulada
resplandece en la oscuridad del cuarto. No es una luz fija sino que parece
titilar en forma lenta y rítmica. Cuando don Marcelino logra habituar su vista
a la oscuridad, toma sus gruesos lentes de la mesa de luz y se los pone. Ahí se
da cuenta de que la misteriosa luz proviene de su chaleco, que está
prolijamente colgado de una percha de la manijita del placard del cuarto.
Sigilosamente para que doña Emilia, que
sigue roncando de lo lindo, no se despierte, se levanta y camina hacia donde
proviene la luz. Sin temor mete la mano en el bolsillo y ahí está la piedrita
que él mismo recogió esa mañana y que con el correr de las horas del día,
olvidó por completo.
En silencio se sienta en el ángulo de
la cama. Sostiene la piedra en su mano, la observa. En la quietud de la noche
no tarda en darse cuenta que el débil parpadeo de luz que viene de la piedra se
enciende al compás de los latidos de su corazón. Lento pero firme y cadencioso.
En ese momento le parece, cree, está seguro, que escucha una voz. Es una voz
suave y femenina en su oído. Es raro, porque Don Marcelino está un poco sordo.
¿Será su imaginación? ¿Se estará volviendo loco?
-Si no hubieses sido mozo hubieras
sido… -susurró la dulce voz en su oído.
-Músico de Jazz. Responde don
Marcelino, hablándose a sí mismo como si efectivamente hubiese perdido la
razón.
E inmediatamente y como por arte de
magia se encuentra en un inmenso salón, bullicioso, iluminado, con un piso
brillante de lustre y cientos de parejas bailando alocadas, girando sobre sí
mismas y formando círculos alrededor de la pista de baile. Suena como loco el
piano, arden las cuerdas del contrabajo y vibran intensamente los platillos
haciendo que la música llene por completo el lugar. Él mismo, Marcelino empuña
su trompeta, deslumbrante el brillo del bronce, mira la partitura y reconoce
todas las notas, como si un velo que ocultaba un lenguaje desconocido se
hubiese corrido y de golpe pudiera comprender perfectamente el idioma de la música.
Toma aire de sus jóvenes pulmones y
quiere soltar sus primeros acordes pero… falta el Do. Está el re, el mi, el fa
y el sol, pero falta el Do. ¡Y sin el Do no hay melodía! Sin el Do el jazz no
es jazz la música no es música sino un ruido molesto, insoportable… La gente en
el salón de baile se detiene. Todos miran a Marcelino acusándolo y queriéndolo castigar
con la mirada por semejante atentado contra el arte musical.
En ese instante un cosquilleo en la
palma de la mano devuelve a Don Marcelino a la oscuridad de su cuarto.
El anciano está desconcertado, no
entiende muy bien si lo que pasó fue un sueño, una pesadilla o producto de su
imaginación, pero cuando se está haciendo todas esas preguntas la luz de la
pequeña piedrita se torna de color amarillo.
Nuevamente la suave voz susurra en su
oído. Esta vez no puedo estar soñando, se dice para sí mismo. Y la voz esta vez
le dice:
-Si no hubieses sido portero hubieses
sido…
-Boxeador. Campeón mundial de box… Dijo
don Marcelino muy convencido y confiando que esta vez su suerte sería muy
distinta y podría cambiar el destino de su aburrida existencia.
Y al momento se encuentra en un
cuadrilátero. Centenares de personas alentando a los contendientes, luchadores
osados. Él mismo, un Marcelino joven y musculoso, en un ángulo del ring,
terminando de acomodar sus guantes, y en el banquillo del rincón opuesto su
temible contrincante, un hombre de piel morena y brillante, mirada de temer,
pero no para él un entrenado y ágil pugilista a punto de consagrarse campeón
mundial del título…
Suena la campana que da inicio al
primer round y los luchadores se ponen de pie, el árbitro les recuerda algo que
ellos ya saben muy bien: -Nada de golpes por debajo del cinturón…-
Sólo que hay un pequeño detalle.
Marcelino le llega apenas por encima del ombligo a su oponente. O Marcelino es
muy petiso o el morocho es un gigante. Lo que sí es seguro es que cualquier
golpe que Marcelino pueda asestar, va a ser inválido por llegar debajo del
cinturón, y por el contrario cualquier golpe del otro boxeador va a ir directo
a la cabeza del pobre Marcelino. Dicho y hecho. Al primer gancho Marcelino cae
hacia atrás, sólo que en lugar de caer en la lona del ring, cae sobre el suave
colchón de su propia cama.
Aturdido y sin comprender muy bien lo
sucedido don Marcelino se incorpora, comprueba que la piedra es real, que sigue
en su mano y esta vez con miedo la cierra con fuerza. No está seguro de querer
seguir con esta extraña aventura.
A través de sus dedos apretados puede
ver sin embargo que la luz titilante de la piedra se torna roja.
-Esta vez dejame a mí Marcelino. –musita
la voz imperceptible.
Don Marcelino cierra los ojos y se deja
llevar donde la piedra desea esta vez.
-Si no hubieses sido calesitero…
…………………
Pasan unos minutos, tal vez unas horas.
Un rato después del amanecer se despiertan don Marcelino y doña Emilia, tempranito
como todos los viejitos.
Don Marcelino se siente lleno de
energía y con una alegría especial. Se viste y toma su café con leche con
trozos de pan embebidos como todas las mañanas.
-Está fresco, ponete el chaleco- le
dice doña Emilia que todavía lo quiere como lo quiso siempre.
Don Marcelino se calza su gorra y sale.
Esta vez no lleva su banqueta plegable porque no va al banco. Camina unas
cuadras con su paso tranquilo y llega a la avenida. Deja pasar un colectivo que
viene lleno y luego hace señas al 59.
Al cabo de un rato baja y camina unos
pasos. El colectivo lo dejó casi en la puerta del hospital. Sube por la rampa
que bordea de costado las escaleras de mármol. -Dios bendiga al que inventó las
rampas, -piensa.
Al entrar al hospital debe recorrer
varios pasillos hasta llegar al umbral de una puerta vaivén de donde sale una
enfermera regordeta que con una sonrisa le dice: -Buenos días Don Marcelino, lo
estábamos esperando.
Antes de entrar por la puerta don
Marcelino busca en el bolsillo de su chaleco y la saca.
No, no es la piedrita de la luz roja,
ya no lo es más. Es algo redondo y rojo. Sí, una nariz de goma de color rojo
vibrante.
Don Marcelino atraviesa la puerta y ahí
está Mariano, a su lado, en la cama un niño, Agustín.
-¡Hola! Soy Marcelino, payaso de
hospital… Y a Agustín se le dibuja una gran sonrisa.
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