Miro el almanaque pegado a la heladera con imanes. Tacho con una cruz de fibrón negro cada día, sin reparar en que con eso tacho el tiempo de mi existencia. Me detengo, me alejo dos pasos y observo que la mancha, la imagen que me inspira es como la de un mapa. Pero no un mapa convencional sino uno de esos que ilustraría la antigua teoría de que el mundo era un simple plano sostenido por cuatro inmensas tortugas.
Se me viene a la cabeza un plano con una grilla como un gran tablero de damas donde cada casillero lleva su orden del día. Turno con el médico, muestra de esto, examen de aquello, cumpleaños de tal, reunión con cual… Y como si fuese comiendo fichas, voy tachando sistemáticamente el objetivo del día ya cumplido, siempre lo hago a la hora de preparar la última comida del día. Por algo mi plano está en la puerta de la heladera.
Lo curioso de todo esto, es que toda la seguidilla de anotaciones termina el 19 de diciembre… Luego de eso, sólo casilleros vacíos. Es como si llegara al borde del mapa. Luego de eso el abismo. Luego de eso a flotar en el limbo, a entregarme a mi suerte y dejar que la vida me sorprenda. A esperar que ese plano, plano y llano se repliegue, se curve como un cilindro, como un tubo, y que el borde final se una con el principio, justo justo un mes y 10 días después de terminar, para volver a empezar.
Las inmensas tortugas que sostienen mi mundo me miran sin entender de qué estoy hablando. Ok, ni yo puedo entenderme.