Mediodía de fin de octubre, me levanto luego de haber
trabajado un par de horas, paso por el baño para refrescarme y me veo en el
espejo caminando por mi pelo una hormiga negra. La retiro con tranquilidad, ya
ni me sorprende tener visitantes en la cabeza… Bueno, la etapa piojos, está
prácticamente superada en esta casa gracias al cielo. Pero las hormigas en mi
hogar son un tema recurrente, forman parte del ciclo de vida de la casa, como
las cucarachas solo que estas son detestables y las hormigas… es como una
convivencia con acuerdo mutuo de partes.
Yo sé ciertamente que ellas cohabitan, en algún rincón
anidan, hibernan, duermen su sueño de abril a septiembre y luego, pagaría yo
por saber de dónde salen a la luz y se acercan hasta mí las muy atrevidas.
Caen del techo renegridas, culonas, patudas, caminan por
mi mesa, por el canto de la pantalla retina de mi iBook. Caen sobre la escalera
y por detrás de la cortina, unas aladas, brillosas casi tontas.
Las más ínfimas se reúnen en la mesada de mi cocina cuando olvido algún cuchillo con mermelada o un par de granos de azúcar.
Caminan por el cable que viene de la casa del vecino. Esa conección
clandestina que quisieran denunciar con su paso, pero que callan porque le
perdonamos la vida a cambio de su silencio.
Caminan por el living, por el pasillo y por el cuarto.
Así
como caen en mi pelo estoy segura que de noche caminan por mi cama, recorren
mis relieves, suben por mi cara, caminan por la comisura de mi boca y quién
sabe cuánto más.
Creo yo que son tantas en número que si no hago nada para combatirlas una madrugada me despertaré viendo las estrellas luego que ellas hayan al fin acabado con mi techo.
Hasta en el auto tengo hormigas, pero eso es otra historia.
Las tolero porque no puedo hacer otra cosa. No hay hortal ni
remedio casero que funcione contra ellas, pero si pudiera elegir…
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