Ya para media tarde unas nubes oscuras cubren el cielo, y una brisa fresca se empieza a hacer notar, bendita sea. Abro las ventanas para que entre el aire y remueva el baho del encierro.
Preparo té frio, con bastante limón mientras las primeras gotas de lluvia comienzan a golpear el acrílico del cerramiento de nuestro pequeño patio, y ya se siente el delicioso aroma de la tierra mojada que viene desde afuera. Petricor se llama eso, amo esa palabra.
El ambiente queda en penumbra a pasar de no ser más de las 5 de la tarde, por la espesura de la tormenta y se escuchan algunos truenos esporádicos. Los colores en el patio se tornan azulados como esos filtros vintage que te ofrecen las aplicaciones de los teléfonos celulares para modificar el clima de las fotos…
Fotos!!! Qué excelente momento para buscar en lo alto de la baulera, esas cajas de cartón, viejas, repletas de fotos con la historia propia, de los mayores y de los ancestros de nuestros viejos.
Y así comienza un momento compartido de a tres con historias inventadas, o al menos exageradas de lugares y de gente que ya no está.
La gran mayoría de las fotos es en blanco y negro. El color no aparece en mi familia sino hacia fines de los 70, principios de los 80. Deduzco que cada familia fue adoptando los avances de la tecnología de acuerdo a su poder adquisitivo. Nosotros siempre fuimos de los que llegan tarde a las cosas, o al menos cuando ya no son más novedad.
Fotos en sepia con los bordes filigrnados. Fotos blanco y negro con bordes rectos en blanco, polaroids descoloridas y mal encuadradas (de inmenso valor artístico en estos tiempos), fotos cuadradas a color con las puntas redondeadas, y fotos a color en papel brillante, de esas comunes, las últimas que conservo datan de los años 90. Luego de la aparición de la cámara digital se acabaron los documentos fotográficos impresos. Una verdadera pérdida para las generaciones por venir.
Mamá… me dice Oli. Hace mucho, mucho tiempo el mundo era en blanco y negro.
Hace mucho tiempo, pero mucho, mucho tiempo, todo era oscuridad. Un infinito negro cubría la nada misma pues nada existía entonces. Sólo la voz profunda y poderosa de Dios que dijo “Hágase la luz” y de ella surgió un punto blanco y luminoso que se expandió sobre el manto negro iluminándolo todo. Y todo el universo se hizo brillante, todo blanco menos un puntito, que quedó negro.
Y ese puntito se animó y se hizo línea y la línea corrió recta y se curvó, y empezó a dibujar los contornos de las cosas. Las montañas, los mares y los árboles. Los animales, las personas y las casas. Los autos, los puentes y las fábricas. Y un buen día de golpe apareció el gris, y el gris trajo a sus hermanos, los grises, que no son pocos sino miles de matices. Los grises azulados, los sepias, los plomizos, los topo, los perla, los pizarra, los plata, los humo…
Pero el mejor día, el día más soñado, el más recordado fue un día de cielo gris, como el de hoy. Un día lluvioso y ventoso en el que las familias observaban por las ventanas como el viento mecía las ramas y las hojas de los árboles grises. Y tanto sopló ese viento de verano que las nubes con su fuerza corrió.
Y de una de esas nubes corridas por ese viento, de allí, algo nuevo, bello, mágico y maravilloso surgió. Un arco de luces de colores que iluminó y contagió a todo lo que existía con su color. Al cielo lo pintó de azul. A los árboles de verde, los mares turquesa, las manzanas de rojo, amarillo el limón de este té que estamos compartiendo y marrón la tierra y esos ojitos brillantes que me miran bien abiertos mientras les cuento esta historia.
Si Oli, hace mucho tiempo el mundo era blanco y negro...
Mamá... cuanto te apuesto a que transformo el mundo en un parque de diversiones...!
Sirvo otra ronda de té y otra historia vuelve a empezar.
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