Un burrito sencillo

Un día el burrito se cansó de la sierra. De comer de los verdes yuyos de las laderas. Se cansó de los lentos atardeceres de verano, de la crecida de los ríos, del repiqueteo del agua al chocar con las piedras.

El burrito se cansó del canto de los pájaros al alba, de los roedores ocultos en la paja. Se hartó de la escarcha matutina del invierno, de los azules infinitos del cielo en las alturas.

Entonces descendió lentamente la pendiente, cargando lo justo y necesario en su alforja, y caminando paciente buscando un nuevo rumbo. Y así llego a la gran ciudad. Ciudad gris que confundió sus cementicias paredes con el gris de su pelaje, camuflándolo al punto de pasar desapercibido, sí un burro pajuerano en un mar de confusión.

Y sus grandes orejas se aturdieron del ruido estridente de la urbe. Y sus negras pezuñas se helaron de frío en las banquinas mojadas a medianoche y se frieron de calor en las líneas de brea del pavimento al mediodía. El cielo era siempre gris bajo la gruesa capa de smog. Y el burro tuvo que trabajar para ganarse el sustento, entonces tiró de un viejo carro repleto de desechos y descartes.

Trabajó duro hasta que su lomo no pudo más y fue cuando decidió partir a buscar un nuevo destino.

Y caminó y caminó hasta llegar al mar. Sus patas hundidas en la arena, sus crines enredándose en el viento, llegó como todo soñador que desea abandonar la triste rutina y poner un bar a orillas del mar.

Pero ahí tampoco encontró tampoco su lugar. Porque mirando fijo al horizonte, dióse cuenta que todo eso que deseaba dejar atrás lo cargaba en su mochila, o mejor dicho en su alforja. Porque a veces no importa el donde, sino el qué o el con quién. Pudo escapar de muchos lugares pero no de sí mismo.

Sin pensarlo acumuló experiencias que son algo así como las células que forman una vida. Y tal vez con esa mochila o esa alforja llena de experiencias fue que decidió retornar cansado y pesado, a casa.